Hace nueve años, cuando yo aun no había cumplido los 18, y cuando tenía una edad en la que uno empieza a tomar, si es que no la tiene ya, conciencia política, y a ver el mundo desde su propia perspectiva, tuvieron lugar unos hechos en Francia que asombraron y atemorizaron al mundo, y de los cuales no puedo olvidarme al leer los periódicos casi una década después.
El detonante francés
El detonante francés
Concretamente fueron las elecciones presidenciales francesas de 2002 y sus sorprendentes y alarmantes resultados. En dicho país las elecciones se realizan de la siguiente forma: en una primera vuelta cada ciudadano vota al partido que desea, mientras que en una segunda vuelta vota a uno de los dos que más votos obtuvo en la primera vuelta.
En dicha primera vuelta ganó el conservador Chirac seguido del ultraderechista Le Pen, quien sacó un puñado de votos más que el Partido Socialista. La división de la izquierda y el descontento de sus votantes provocaron los pésimos resultados del Partido Socialista, quien en principio era quien debía batirse con Chirac en la segunda vuelta. Por tanto, los ciudadanos franceses se enfrentaban a que debían decidir entre votar a la derecha o a la ultraderecha en la segunda vuelta. Para la izquierda, comunistas, socialistas... fue muy duro tener que votar a Chirac, puesto que obviamente la opción de Le Pen estaba descartada.
Para el mundo, la respuesta francesa fue contuntende. Para mí, los resultados fueron muy alarmantes: en la segunda vuelta hubo una participación ligeramente inferior al 80 %, y de entre la gente que votó, el 82% lo hizo por Jacques Chirac.
Es decir, a dos de cada diez franceses les daba igual que un fascista fuera presidente de su país (quiero pensar que muchos de ellos no fueron a votar sabiendo que la victoria sería sin duda para Jacques Chirac), mientras que de entre los que votaron, uno de cada seis prefería a un fascista. Uno de cada seis. En total, apenas el 60% de los franceses llamados a urnas votaron a Chirac. El resto, o votaron a un fascista o les dio igual que un fascista fuera presidente de su país.
Puedo llegar a entender que hay mucha gente que se considere apolítica e incluso ante la posibilidad de un presidente fascista no voten, por lo que el 80% de participación sea un éxito. Pero que una de cada seis personas desee tener un fascista como presidente de la República me pareció muy preocupante en su día, y me sigue pareciendo ahora.
Puedo llegar a entender que hay mucha gente que se considere apolítica e incluso ante la posibilidad de un presidente fascista no voten, por lo que el 80% de participación sea un éxito. Pero que una de cada seis personas desee tener un fascista como presidente de la República me pareció muy preocupante en su día, y me sigue pareciendo ahora.
El inicio de una escalada
Sin embargo, aquello que ocurrió en esas semanas de 2002 no fue un hecho aislado, sino que fue el detonante de una escalada de la ultraderecha en Europa a lo largo de la primera década del siglo XXI.
Podemos verlo en Austria, donde en las elecciones de 2008 los dos partidos de ultraderecha fueron la tercera y la cuarta fuerza más votadas; sumando los votos de las dos formaciones la ultraderecha fue la segunda fuerza más votada, con un 30% de los votos. Este mismo mes, en Finlandia, el partido Verdaderos Finlandeses consigue con un 19% de los votos ser la tercera fuerza política, en unas elecciones marcadas por los discursos xenófobos y racistas. Apenas 1500 votos les separaron de la segunda fuerza y menos de 4000 de la primera.
En la tolerante, abierta y moderna Holanda (Países Bajos), el ultraderechista y antiislamista Geert Wilders fue la segunda fuerza política de las elecciones europeas de 2009 y la tercerca fuerza politíca en las elecciones generales del año pasado. En Italia, la eterna Liga Norte de Umberto Bossi sigue siendo clave en la formación de los distintos gobiernos italianos y fue la vencedora de las elecciones regionales de 2010.
En Hungría, uno de los partidos más ultraderechistas de Europa, el Jobbik, de ideología antisemita y contrario a la inmigración gitana, y que ya había obtenido un 15% de los votos en las elecciones europeas de 2009, se convierte en 2010, con un 16,7% de los votos, en la tercera fuerza política húngara. Apenas un año después, cientos de gitanos deben abandonar su pueblo por miedo a la violencia de grupos paramilitares auspiciados por dicho partido.
Estos son solo unos pocos de la infinidad de casos que se están dando en Europa. Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca o Suiza son otros ejemplos en los que se podría haber ahondado.
Y mientras tanto, gobiernos no ultraderechistas como el de Sarkozy expulsan a los inmigrantes gitanos ante el aplauso y la satisfacción de aquellos que olvidan que un día nuestros abuelos fueron emigrantes y que ahora se apuntan a academias de alemán como paso previo a su emigración a Alemania.
El reflejo de Alemania
Es verdad que afortunadamente Sarkozy no es Hitler ni los aviones de Air France son los trenes que iban a Auschwitz y a Mathausen. Es verdad que afortunadamente ninguno de los gobiernos actuales ha tomado posturas similares a las que desgraciadamente hubo en Alemania en la década de 1930. Es verdad que la situación actual dista mucho de ser la de aquella década.
Pero por otra parte, la aquiescencia de muchas personas ante el auge de la extrema derecha o antes las acciones políticas de distintos gobiernos que pueden tener, salvando las distancias, su reflejo en las que hubo en Alemania en la década de 1930, me recuerda a la postura que tuvo toda Europa, gobiernos y ciudadanos, durante la década de 1930, cuyas trágicas consecuencias todos conocemos y que continúan avergonzandonos como muestra de la barbarie de la que es capaz el ser humano.
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